miércoles, 13 de agosto de 2014

Un ejército de mimos. Aniversario de la destitución del Sr. Boris Berenzon



Hoy se cumple un año de la resolución del Consejo Técnico de la Facultad de Filosofía y Letras que, tras ratificación del Consejo Universitario, privó al señor Boris de su beca vitalicia cortesía de la Máxima Casa de Estudios, habiéndose comprobado pública y contundentemente que buena parte de su obra académica -incluidas tesis de posgrado y al menos una conferencia- es producto de incontables plagios. También se cumple un año de silencio institucional al respecto, roto únicamente por filtraciones y por la tardía publicación de las someras actas del Consejo Técnico de esas fechas. La de la sesión extraordinaria del 13 de agosto relata: 

Tras la amplia y exhaustiva deliberación que se llevó a cabo, el pleno del Consejo Técnico acordó, por unanimidad, aplicar al Dr. Boris Berenzon Gorn la sanción prevista en el artículo 109, inciso c) del Estatuto del Personal Académico: DESTITUCIÓN, en virtud de que se acredita fehacientemente que ha incurrido en “La deficiencia en las labores … de investigación, objetivamente comprobada. (ACUERDO 269/2013)

            La opacidad institucional que ha rodeado al caso hace difícil conocer muchos detalles relevantes sobre los alcances y consecuencias de la destitución. Ignoramos si se alcanzó un acuerdo de indemnización o si hay un juicio laboral en curso. Ignoramos si el CONACYT continúa pagando a Boris la beca del Sistema Nacional de Investigadores o si ha invalidado su nombramiento. Ignoramos si se ha explorado siquiera la posibilidad de revocarle los títulos académicos obtenidos con plagios. Ignoramos si se ha tomado alguna medida para descubrir este tipo de comportamientos, prevenirlos o facilitar su castigo en la UNAM. En cualquier caso, en este aniversario y ante la falta de información, es pertinente conducir la reflexión hacia las condiciones que hicieron posible un Boris.
             Boris Berenzon fue antes que nada un gran simulador. Fingió que elaboraba tesis, que impartía clases, que escribía libros y que redactaba ponencias. Aprendió a reproducir toda la gestualidad propia de quien efectivamente produce y difunde conocimiento histórico: entregó escritos con su nombre a tutores, dictaminadores y editores, presentó ponencias a un público especializado, elaboró solicitudes de estímulos, sabáticos y cambios de categoría, firmó puntualmente el registro de asistencia docente de la Facultad, se postuló para plazas en instituciones académicas, antepuso "Doctor" a su nombre, actualizó cotidianamente un largo currículo y concedió entrevistas a La Jornada. Y a cambio de sostener este complejísimo sistema de simulación obtuvo las remuneraciones de rigor y hasta recompensas verdaderamente extraordinarias, como la Distinción Universidad Nacional para Jóvenes Académicos en Docencia en Humanidades de manos del Rector o un nombramiento nivel 2 en el Sistema Nacional de Investigadores. Al pensar en esto no podemos evitar la pregunta ¿a tal punto son semejantes la gesticulación, por un lado, y el trabajo intelectual real, por el otro, que resultan indistinguibles a ojos de todo un sistema de validación académica?     Si partimos de que la diferencia existe y es relevante, se impone la pregunta ¿qué tan riguroso es entonces nuestro sistema de validación académica? Tal parece que bastante poco. A lo que quiero llegar es a la aterrorizadora conclusión de que Boris no simulaba solo. Simularon formarlo sus profesores, simularon guiarlo sus directores de tesis, simularon leerlo críticamente sus sínodos, simularon evaluarlo las comisiones dictaminadores, simularon corregirlo sus editores, simularon recibir clases sus alumnos, simularon ser formados en la docencia sus adjuntos, simularon ignorar su ausentismo sus coordinadores, simularon dar cauce a las denuncias por plagio de 2004 y 2005 las instancias a las que apelaron los quejosos, simularon sancionarlo los miembros del Consejo Técnico que le impusieron un extrañamiento por faltista y mentiroso en 2011 para después aprobarle un sabático en París. En otras palabras, Boris encontró espejos de su gesticulación en casi todas partes, en lo que aparece a la imaginación como un ejército de mimos, marchando en círculos y enseñándose unos a otros el fino arte de la simulación.
            ¿Es la academia pura pantomima? Quiero pensar que no. Pero no puedo evitar observar que en ella laten fuerzas de una extraordinaria mediocridad, y que el sector de ésta en que alguien como Boris consiguió simular con tanto éxito y durante veinte años un trabajo intelectual y docente de alto nivel es sin duda una de las peores y más mezquinas versiones de sí misma. Es la academia de la burocracia, donde triunfa el más hábil para rellenar formularios y especular con puntajes; es la academia del compadrazgo, que favorece la lealtad por encima del mérito; es la academia, en suma, de la gesticulación, en la que hacemos como que hacemos y que cada tanto, cuando se tambalea el castillo de cartas, nos hace sentir obligados a decir "¡Qué barbaridad!" antes de despreocuparnos del asunto y regresar a jugar en paz. 


            Espero que el caso Boris, de cuya aparente conclusión se cumple hoy un año, sirva de advertencia: el mundillo académico que lo hizo posible es un espejo en el que ver reflejado lo peor de nosotros como estudiantes universitarios, profesores, académicos e intelectuales. Ese ejército de mimos es la imagen misma de lo que no podemos resignarnos a ser.